jueves, 22 de agosto de 2013

Andrés González - Capítulo III (Sobre la revolución)

Capítulo III

En este breve capítulo Arendt concretiza ideas que viene desarrollando en el ensayo. En primer lugar señala con claridad y de forma repetida que la marca de las revoluciones del siglo XX fue sin dudas la necesidad y la violencia. Es tanta la confianza que tiene el autor en esta conclusión que no duda en afirmar que la libertad fue un valor mucho mas amplio y respetado en los países donde nunca se desarrolló una revolución que en los países que donde sí ocurrió.

En base a esta reflexión se explica que en todo caso las revoluciones no las inician los pueblos, aunque aquellas busquen defender a estos. El inicio de la revolución, o mejor dicho, la condición que permite el desarrollo de una revolución es la fuerte decadencia de la autoridad política existente. Sumado a esta condición deben existir un conjunto de hombres con la voluntad de poder suficiente para arriesgarse a llevar a cabo acciones suficientes para terminar de mermar esa autoridad y hacerse con el poder de forma insurrecta.

Arendt explica que en Europa venía un decaimiento de la autoridad política desde el siglo XVII, situación que recibió el golpe añadido de la ruptura en las tradiciones que se arrastraban desde el medioevo y la gran ruptura de las creencias religiosas, especialmente con la reforma protestante. Esta fórmula de 3 vértices (autoridad, tradición y religión) al verse disminuida prepara un escenario propicio para el desarrollo de una revolución.

Más específicamente, en el capítulo se apunta que el inicio de las dos grandes revoluciones (americana y francesa) estuvo orientado por la consolidación de la libertad, pero que sin embargo se desarrollaron de manera distinta a este foco inicial de pensamiento.
En los EEUU el gran punto de soporte es la idea de felicidad, entendiendo esto como la alegría que se genera por participar de lo público, por ser partícipe de la libertad política en un espacio de acción público, que mas que una carga, es una distinción. En este sentido el deseo de superación viene siendo una virtud, mientras que la ambición de poder sin la voluntad de participar o formar parte de esa libertad se considera un vicio.

De esta forma en EEUU la idea de felicidad está mucho mas vinculada a la experiencia, a una vivencia de lo público que genera un bienestar.

En Francia la situación tuvo un corte mucho más teórico. Las grandes líneas teóricas y filosóficas se soportaron en los antiguos (Grecia y Roma), aunque después el autor asegura que se vieron “intoxicados” por la aceptación de las masas.

Quienes dirigieron el proceso revolucionario - explica Arendt -  fueron los hommes de lettres individuos que se aislaban con prudencia de la sociedad para observarla y señalarla. Socialmente no tenían vinculación con la pobreza. No obstante, esta especie de ociosidad no tenía el carácter benigno que se le pudiera conceder en la Grecia antigua, es decir, la libertad en la contemplación. Estos hombres recurrieron a los antiguos para conocer y entender las instituciones políticas y así conseguir la libertad, no era una búsqueda por la verdad. En esta búsqueda teórica, carente de una experiencia plena de libertad política, no permitió a los franceses comprender la idea de felicidad pública.

Sin embargo, esta libertad pública fue la principal motivación de los “hombres de letras” para llevar a cabo estas hazañas políticas.

Por su parte, a los hombres que prepararon y formularon todos los principios revolucionarios se les conoció como philosophes. Los filósofos solo concebían la libertad como un elemento netamente público, siendo esta una nueva visión de la libertad como algo público en Francia.

Aquí entonces uno de los puentes sociales que describe el autor, que estos hombres compartían junto con los pobres la carencia de no haber conocido la luz del espacio público. Esto se debe a la consideración de sobredimensión que se le concedió a la monarquía, figura que monopolizó las acciones decisorias del espacio político de Europa durante siglos, desplazando a los miembros de la sociedad en general hacia la esfera de lo privado.  Este desplazamiento hizo tomar consideraciones de la monarquía como una tiranía, como un vicio político que era necesario erradicar. Se concibió el ejercicio único del poder como una forma de exclusión, situación que corta la libertad pública.

Arendt también rescata a modo de inciso la idea de que el acto fundacional de mayor relevancia en la modernidad es la elaboración de una constitución. De allí se entiende entonces como las asambleas constituyentes eran rasgos característicos de las revoluciones. En Francia el abuso en la elaboración de constituciones terminó por banalizar el proceso, restándole toda relevancia en la valorización que tenía esto en el espacio público.

Por su parte en los EEUU se terminó por incluir en el documento jurídico la idea de libertad, y aunque esta eventualmente terminó siendo “borrosa”, es evidente que el término acuñado en la declaración de independencia de ese país rescata la consecución de la felicidad pública y privada.

Hecha esta acotación, el autor señala a Robespierre y su temor al fin del proceso revolucionario. Este señalamiento pretende resaltar la idea de que comenzó a concebirse una dualidad conflictiva entre la posibilidad de un gobierno civil o la permanencia de un gobierno revolucionario. Robespierre dudaba precisamente de que el gobierno civil terminara con la apertura del espacio público para dar fuerza a las libertades civiles, situación  que ponía en tela de juicio la consolidación de los logros alcanzados por el proceso revolucionario.

El trasfondo de estas consideraciones es una balanza que sostiene las apreciaciones cualitativas entre lo público y privado, moviéndose el lado revolucionario hacia el sostenimiento de los logros de lo público, ya que se terminó por entender (erradamente) que el fin de la revolución por un gobierno civil significaría en todo caso el fin de la felicidad pública. En EEUU fue precisamente al contrario, al menos en cuanto al sopesar entre gobierno civil o continuación de la revolución, porque precisamente la revolución fundo un gobierno, un conjunto de instituciones ordenadas por los propios fundadores, aunque sin embargo Arendt no se detiene en señalar que esto desembocó en las realidades que Robespierre temía, solo que del otro lado del atlántico. Se terminó por imponer la apreciación de lo privado sobre lo público.


Arendt termina el capítulo precisamente con esta acotación de olvido, es decir, señalando que las ideas de felicidad y de libertad como algo estrictamente público quedaron relegadas detrás del fortalecimiento de los derechos civiles, de la esfera de desarrollo privado, justamente lo contrario al fin último de las revoluciones. 

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