Capítulo III
En
este breve capítulo Arendt concretiza ideas que viene desarrollando en el
ensayo. En primer lugar señala con claridad y de forma repetida que la marca de
las revoluciones del siglo XX fue sin dudas la necesidad y la violencia. Es
tanta la confianza que tiene el autor en esta conclusión que no duda en afirmar
que la libertad fue un valor mucho mas amplio y respetado en los países donde
nunca se desarrolló una revolución que en los países que donde sí ocurrió.
En
base a esta reflexión se explica que en todo caso las revoluciones no las
inician los pueblos, aunque aquellas busquen defender a estos. El inicio de la
revolución, o mejor dicho, la condición que permite el desarrollo de una
revolución es la fuerte decadencia de la autoridad política existente. Sumado a
esta condición deben existir un conjunto de hombres con la voluntad de poder
suficiente para arriesgarse a llevar a cabo acciones suficientes para terminar
de mermar esa autoridad y hacerse con el poder de forma insurrecta.
Arendt
explica que en Europa venía un decaimiento de la autoridad política desde el
siglo XVII, situación que recibió el golpe añadido de la ruptura en las
tradiciones que se arrastraban desde el medioevo y la gran ruptura de las
creencias religiosas, especialmente con la reforma protestante. Esta fórmula de
3 vértices (autoridad, tradición y religión) al verse disminuida prepara un
escenario propicio para el desarrollo de una revolución.
Más
específicamente, en el capítulo se apunta que el inicio de las dos grandes
revoluciones (americana y francesa) estuvo orientado por la consolidación de la
libertad, pero que sin embargo se desarrollaron de manera distinta a este foco
inicial de pensamiento.
En
los EEUU el gran punto de soporte es la idea de felicidad, entendiendo esto
como la alegría que se genera por participar de lo público, por ser partícipe
de la libertad política en un espacio de acción público, que mas que una carga,
es una distinción. En este sentido el deseo de superación viene siendo una
virtud, mientras que la ambición de poder sin la voluntad de participar o
formar parte de esa libertad se considera un vicio.
De
esta forma en EEUU la idea de felicidad está mucho mas vinculada a la
experiencia, a una vivencia de lo público que genera un bienestar.
En
Francia la situación tuvo un corte mucho más teórico. Las grandes líneas
teóricas y filosóficas se soportaron en los antiguos (Grecia y Roma), aunque después
el autor asegura que se vieron “intoxicados” por la aceptación de las masas.
Quienes
dirigieron el proceso revolucionario - explica Arendt - fueron los hommes de lettres individuos que se aislaban con prudencia de la
sociedad para observarla y señalarla. Socialmente no tenían vinculación con la
pobreza. No obstante, esta especie de ociosidad no tenía el carácter benigno
que se le pudiera conceder en la Grecia antigua, es decir, la libertad en la
contemplación. Estos hombres recurrieron a los antiguos para conocer y entender
las instituciones políticas y así conseguir la libertad, no era una búsqueda
por la verdad. En esta búsqueda teórica, carente de una experiencia plena de
libertad política, no permitió a los franceses comprender la idea de felicidad
pública.
Sin
embargo, esta libertad pública fue la principal motivación de los “hombres de
letras” para llevar a cabo estas hazañas políticas.
Por
su parte, a los hombres que prepararon y formularon todos los principios
revolucionarios se les conoció como philosophes.
Los filósofos solo concebían la libertad como un elemento netamente público,
siendo esta una nueva visión de la libertad como algo público en Francia.
Aquí
entonces uno de los puentes sociales que describe el autor, que estos hombres compartían
junto con los pobres la carencia de no haber conocido la luz del espacio
público. Esto se debe a la consideración de sobredimensión que se le concedió a la
monarquía, figura que monopolizó las acciones decisorias del espacio político
de Europa durante siglos, desplazando a los miembros de la sociedad en general
hacia la esfera de lo privado. Este desplazamiento hizo tomar consideraciones
de la monarquía como una tiranía, como un vicio político que era necesario
erradicar. Se concibió el ejercicio único del poder como una forma de
exclusión, situación que corta la libertad pública.
Arendt
también rescata a modo de inciso la idea de que el acto fundacional de mayor
relevancia en la modernidad es la elaboración de una constitución. De allí se
entiende entonces como las asambleas constituyentes eran rasgos característicos
de las revoluciones. En Francia el abuso en la elaboración de constituciones
terminó por banalizar el proceso, restándole toda relevancia en la valorización
que tenía esto en el espacio público.
Por
su parte en los EEUU se terminó por incluir en el documento jurídico la idea de
libertad, y aunque esta eventualmente terminó siendo “borrosa”, es evidente que
el término acuñado en la declaración de independencia de ese país rescata la
consecución de la felicidad pública y privada.
Hecha
esta acotación, el autor señala a Robespierre y su temor al fin del proceso
revolucionario. Este señalamiento pretende resaltar la idea de que comenzó a
concebirse una dualidad conflictiva entre la posibilidad de un gobierno civil o
la permanencia de un gobierno revolucionario. Robespierre dudaba precisamente
de que el gobierno civil terminara con la apertura del espacio público para dar
fuerza a las libertades civiles, situación que ponía en tela de juicio la consolidación
de los logros alcanzados por el proceso revolucionario.
El
trasfondo de estas consideraciones es una balanza que sostiene las
apreciaciones cualitativas entre lo público y privado, moviéndose el lado
revolucionario hacia el sostenimiento de los logros de lo público, ya que se
terminó por entender (erradamente) que el fin de la revolución por un gobierno
civil significaría en todo caso el fin de la felicidad pública. En EEUU fue precisamente
al contrario, al menos en cuanto al sopesar entre gobierno civil o continuación
de la revolución, porque precisamente la revolución fundo un gobierno, un
conjunto de instituciones ordenadas por los propios fundadores, aunque sin embargo
Arendt no se detiene en señalar que esto desembocó en las realidades que
Robespierre temía, solo que del otro lado del atlántico. Se terminó por imponer
la apreciación de lo privado sobre lo público.
Arendt
termina el capítulo precisamente con esta acotación de olvido, es decir,
señalando que las ideas de felicidad y de libertad como algo estrictamente
público quedaron relegadas detrás del fortalecimiento de los derechos civiles,
de la esfera de desarrollo privado, justamente lo contrario al fin último de
las revoluciones.
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