Capítulo V
Arendt
comienza esta capítulo remarcando la idea de separación entre poder y autoridad
que ya viene trabajando en el capítulo anterior. Su visión de una
diferenciación entre poder y autoridad, y en especial entre poder y violencia,
es claramente una línea transversal en toda la obra.
Junto
a esta reiteración también se explica que el único “dogma” que compartieron los
hombres de ambas revoluciones (americana y francesa) fue la idea de que el origen
del poder político reside en el pueblo. Resalta aquí la aclaratoria de que en
Francia el pueblo no estaba organizado, ya que estaba constituido
principalmente en relación a un esquema de privilegios y estamentos sostenido
en la tradición.
En
un breve inciso el autor apunta que las revoluciones pretendieron rescatar de algún
modo la noción anterior de propiedad, que estaba vinculada fuertemente con la
idea de libertad. La propiedad tenía una gran importancia en la época, y estaba
resguardad por la ley, de manera que propiedad y libertad tuvieran una estrecha
relación.
Después
de este breve señalamiento, Arendt traza la línea divisoria el desarrollo de
los caminos de ambas revoluciones. En Francia la concepción de poder del pueblo
se entendía como una fuerza natural, que estaba fuera de la política,
relacionada con la violencia. Esta fuerza se desarrolla entonces en un estado
pre político, que según el autor no sirve de nada porque al desarrollar
violencia no genera poder. De aquí entonces se obtiene la conclusión de que en
Francia no se supo diferenciar entre poder y violencia.
En
EEUU fue todo lo contrario, pues no se concebía relación alguna entre violencia
y política, entre violencia y poder. El gran poder de la revolución americana,
que como ya se planteó está sustentado en una evolución de la historia política
de los colonos ingleses, reside en la capacidad para generar acuerdos, para actuar en
común, obteniendo así la legitimidad política propia de actos de mutualidad, no
de consentimiento.
A
partir de aquí se comienza a esbozar uno de los grandes problemas de ambas
revoluciones: la necesidad de un absoluto. Uno de los dilemas era el
establecimiento de la autoridad, que se pretendía derivar de una ley superior.
En Francia autoridad y poder estaban unidos de forma inseparable en el pueblo,
mientras que en EEUU la autoridad emanaba desde arriba y el poder surgía desde
abajo. Esta diferenciación fue la que permitió la fundación de una institucionalidad
clara en América. En Francia en cambio la ley provenía de la voluntad general
del pueblo.
Lo
que se dibuja detrás de la necesidad de una autoridad, de acuerdo al autor, es
la necesidad de un absoluto. Es evidente que los hombres de revolución también pugnaron
por un elemento trascendente, solo que esta búsqueda no estaba signada por el
catolicismo o la creencia religiosa o espiritual.
El
problema del absoluto es herencia clara del absolutismo, que había suplantado
el absoluto religioso (Dios) pero que no había sido un sustituto plenamente
eficiente, aún con la teoría de la soberanía. Además, la otra causa es una
fuente lingüística, al entender el concepto de ley en base a una tradición
heredada de la concepción hebrea de ley como mandamiento. Este origen
conceptual se puede rastrear en la ansiedad y rebeldía protestante en volver
hacia la figura de Cristo (y su orden, las leyes dadas).
El
hecho definitivo es que incluso la concepción del derecho natural ha precisado
de una “sanción divina” para poder tener un carácter vinculante frente a los
hombres. En este punto también colaboraron en la solidificación de la figura de
un absoluto las verdades axiomáticas (evidentes, indiscutibles, especies de
absolutos). Sin embargo, Para Arendt el disfraz más peligroso del absoluto, al
menos en la modernidad, es la nación.
EEUU
no arrastró por completo esta tradición política de la conformación de la
nación, pero sin embargo no pudo escapar de la conceptualización de un absoluto
vinculada a la idea de ley.
Desde
este punto Arendt rastrea esa inquietud de los hombres revolucionarios en mirar
hacia los antiguos, de forma especial a Roma. La necesidad de revisar a los
antiguos no pasa por la vía de la tradición, sino más bien por la necesidad de
puntos de contraste frente al caudal de experiencias vividas en ese momento.
El
gran punto de influencia de Roma en la revolución de EEUU fue sin duda la idea
de la autoridad que emana del acto de fundación del orden político. Existió una
profunda comprensión (y aquí se enlaza el tema) en la distinción entre poder y
autoridad.
Los
padres fundadores también se consideraron de esa forma, y no por
arrogancia, sino por su conciencia respecto a la imitación que se hacía del
ejemplo romano. La visión de una revolución como un gran punto histórico, de
creación o transición, propició la asistencia de esa postura romana frente a la
idea del legislador y la fundación que permite la expansión. Es una idea cuya
importancia ya había sido señalada con meticulosidad por Maquiavelo y sus
constantes homenajes a Rómulo.
Luego
de una extensa explicación sobre la concepción romana, queda en definitiva
marcada la importancia de esa idea del origen, de lo nuevo, de la creación como
una facultad política de altísima importancia que permite la fundación de una
república, de un cuerpo político, que EEUU se logró, y esto lo elogia Arendt,
mediante el acuerdo común entre los hombres.
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